Todas las mañanas escribo en el espacio adyacente a mi cocina. Regulo la luz de tal manera que apenas cumpla con los requisitos mínimos de iluminación para no infartar a mi oculista y dejo que el resto siga siendo noche. Son las 6 am. La casa está en silencio y estos treinta minutos son míos y puros. En cuanto terminen empezará el día, se colará el amanecer, seré madre y profesionista y adulto. 

 La mayoría de lo que redacto son notas pasadas por mi vehemencia guiadas por la idea que tengo del proyecto. Ni siquiera podría llamarlas borrador pues, en mi experiencia, los libros terminan siendo muy distintos a la propuesta original. En parte, por supuesto, porque uno hace lo que puede y no lo que quiere. Pero también porque el libro no es un proyecto que está fuera de mí. Soy yo, proyectada. De ahí que sea inútil pensar en un libro como objeto terminado. Iremos evolucionando juntos en un ciclo creativo que tendrá prólogo, desarrollo y conclusión. Quizás vuelvo cada mañana a este sitio de escritura porque ese ciclo es lo único que sé. —Y las voces de amigos periodistas que se quejan de que mi estilo es meloso y lírico. Y que los mando a chingar a su madre con muchísimo amor y mariposas como palmaditas de tolerancia mutua—.

Dejar de pensar en el libro como producto terminado y más como un proceso que se va revelando, activando niveles y destapando pistas, ampliando mis habilidades y sabiendo que escribir es reescribir, me intimida menos. No tengo que escribir EL LIBRO. Sólo tengo que venir cada mañana e insistir frente a la página. Me consta que días y días de esa insistencia es la única manera de producir y publicar. No hay atajo.

6:32 am. Me tomo el último sorbo de café en una cocina a oscuras. Y sigo.