El libro final no es el que quiero escribir. 

Hoy lo supe. 

Y hay algo de duelo en saber que el libro original, —el que hizo que encontrara las fuerzas para seguir cuando creí que me estaba dando un infarto, (¡tengo que escribirlo!, ¡no me puedo morir todavía!)— sólo existirá en mi cabeza.  Sólo puedo escribir lo que puedo, y no lo que quiero. La perseverancia no siempre es la gran panacea, la técnica y la experiencia de vida también pueden ser aliadas. Y yo sigo siendo torpe para moverme en el mundo de afuera, y mis referencias siempre son intimistas, de casa. 

Escribo, y lloro un poco. 

Extrañaré mi libro, la primera idea. 

Escribo, y con el agua de llorar limpio todas las expectativas. Lo que he perdido siempre me ha sido devuelto en un modo inesperado. Será una segunda o tercera idea entonces, o vigésima. La que sea, es bienvenida. No me quiero morir sin escribirla. Debajo de mi duelo está la fe envuelta en un manto a colores, y mi pluma.  

Sigo escribiendo, sigo viviendo.